jueves, 27 de mayo de 2010

Veracruz amurallado

Por: Alicia Dorantes                                                                                     
A través de milenios, los hombres han elevado murallas al cielo en busca de protección, en señal de rechazo, o como muestra de intolerancia; de ignominia. Se construyeron para proteger pueblos, ciudades, regiones extensas o países enteros, ese fue el caso de la Gran Muralla China o del muro de Adriano, para defender el territorio britano del ataque de las belicosas tribus de los pictos, que habitaban al norte de la isla en lo que más tarde sería Escocia. En nuestros días de los 117 km que midió, sobreviven algunos tramos. Las murallas más antiguas se edificaron sobreponiendo piedras, más tarde emplearon argamasa para unirlas; en algunos sitios se hicieron con madera: todo dependía de la topografía del área a proteger y los recursos de sus moradores. En ocasiones a ese muro fronterizo o defensivo, se sumaron elementos naturales como: montañas, volcanes, ríos, lagos, lagunas o incluso litorales marítimos. Las murallas construidas con fines de defensa, solían complementarse con torreones y/o fosos, a fin de convertirlas en infranqueables; sólo se podía penetrar a través de un puente levadizo que custodiaba la entrada. En la Edad Media el derecho de asentarse para construir una muralla era un privilegio llamado “derecho de almenaje”. Estas construcciones no nacieron en el Medioevo, sino en la prehistoria y este “arte” fue depurándose en el devenir de los siglos con la creación y desarrollo de poblaciones en Europa y en Asia, fundamentalmente. Al llegar los siglos XIX y XX, cuando el desarrollo de las ciudades protegidas se tornó explosivo, muchas de esas murallas se derribaron para facilitar la expansión de las urbes. Hoy día, a los pueblos que las conservan, se les reconoce como “poblados inteligentes” y en reconocimiento a esa preservación y cuidado, han sido registrados entre los Patrimonios de la Humanidad. Dice el escritor Ítalo Calvino en su libro Las ciudades invisibles “Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no son tan sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos”. Aún existen en el mundo ciudades amuralladas. España: Lugo y Ávila, entre otras más. Ávila es dueña de una espléndida muralla: sobre una colina de 1.131 metros y rodeada por las aguas del río Adaja, se encuentran los muros mejor conservados de aquel país; forman un rectángulo de más de 2.500 metros de largo y tiene 90 torreones rematados por techos cónicos, amén de varias puertas de acceso. Constituye un ejemplo clásico de las fortificaciones medievales europeas. Ese lugar, es famoso además por ser la cuna de Santa Teresa de Jesús, personaje trascendente en la fe católica y en la literatura española. La muralla es bella al amanecer, cuando la besan los primeros rayos de sol; bella por la tarde al vestirse con los tonos del ocaso o de noche, bañada por la luna. En América he visitado tres ciudades amuralladas; dichos muros se construyeron como defensa contra los piratas que asolaron el Caribe: me refiero a la de San Juan de Puerto Rico y a la de la Habana, Cuba, de las que se conservan sólo tramos de ellas y la más bella, la de Cartagena de Indias, en el hermano país de Colombia. En nuestro México prehispánico, tenemos magníficos ejemplos de muros defensivos. Sólo por mencionar algunas ciudades protegidas: Yaxchilán y Bonampak, ambas de filiación maya y cerca de nosotros, Cempoala, la tercera capital del mundo mágico del Tononacapam de cuyo muro protector aún existen vestigios. ‎En 1535 se inició en Veracruz, la construcción en la isla de San Juan de Ulúa, de un fuerte que llevó y lleva ese mismo nombre, proyecto continuado hasta su conclusión en 1746. Hacia 1550, se inicia en La Nueva España la extracción de oro y plata a gran escala. Era tan abundante, que para finales del siglo XVI, representaba el 80% de las riquezas exportadas al Viejo Mundo. Veracruz puerto, prosperó rápidamente, sólo que esto atrajo las codiciosas miradas de corsarios y bucaneros, tanto británicos como holandeses, dirigiendo sus asaltos en esta dirección. Por aquel tiempo la piratería era bien vista, incluso auspiciada por algunas coronas europeas: fue el mismo Enrique VIII de Inglaterra, quien otorgó las primeras “patentes de corso” legalizando con ello el salto y el pillaje. Campeche y Veracruz, fueron puertos atacados en más de una ocasión. Los piratas John Hawkins y Francis Drake –elevado éste, a la posición del “Sir” por la reina Isabel I de Inglaterra, gracias a las riquezas que llevó a su país- asaltaron Veracruz en 1568, cuando aún carecía de fortificaciones, igual lo hicieron “Lorencillo”, Laurent Gran, Cornelio Jet -Pie de Palo- y el holandés Van Horn entre otros más. Cuenta la historia que en algunos casos, después de expirada “la patente de corso” los bucaneros volvían a sus actividades privadas como ricos burgueses. Es más, en Inglaterra existen monumentos levantados a algunos de ellos, considerados como verdaderos héroes. El más famoso de los corsarios como dijimos, fue Sir Francis Drake quien obtuvo el más cuantioso botín: dos buques españoles que transportaban oro y plata. Por estos motivos y por la amenaza de una invasión por parte de los ingleses, ya que Inglaterra, estaba en guerra contra España, Veracruz y Campeche, tuvieron que ser amurallados. La ciudad de Campeche, que conserva y cuida sus viejas defensas, hoy convertidas en historia, ornato y fuente de ingresos por el turismo, es Patrimonio de la Humanidad y recibe apoyo económico por parte de la UNESCO, no así nuestro puerto. La muralla que protegió Veracruz, estuvo reforzada por los baluartes de: San José, Santa Bárbara, San Javier, San Mateo, San Juan, el de La Concepción y el de Santiago o El Polvorín. Veracruz se había convertido en puerta de entrada y salida, comunicando el Nuevo con el Viejo Mundo. En 1599 lo bautizaron como “La nueva Veracruz”. Era un maravilloso caleidoscopio humano: por sus calles transitaron hombres píos, de diferentes órdenes religiosas, pero también, hombres blancos poseídos por la ambición de los metales preciosos. El mestizaje de blancos, indígenas y hombres de color, germinó lentamente… Cuando el indígena sucumbió al maltrato recibido por los conquistadores, la inhumana esclavitud y las epidemias, especialmente la de la de viruela, fue menester traer hombres más fuertes que soportaran esas duras faenas: estos hombres los encontraron en África; los capturaron y los transportaron en calidad de esclavos para trabajar en las minas y en las plantaciones de azúcar y tabaco. Algunos sobrevivieron, otros huyeron, convirtiéndose en cimarrones. El mejor ejemplo fue Yanga, quien en su natal África fuera príncipe de la tribu Yang-Bara. Yanga, en nuestro país, logró fugarse “de sus dueños” hacia las faldas del Pico de Orizaba y con otros cimarrones, fundó el caserío de San Lorenzo de los Negros, apoyando a quienes como él, escapaban de esa mísera existencia. El poblado fundado por él, hoy orgullosamente lleva el nombre de su caudillo: Yanga. En 1880 ante el crecimiento de la ciudad de Veracruz y argumentando “la poca utilidad que prestaba la muralla”, se determinó la total de­molición de la misma, destrucción que incluyó la de los baluartes, excepto el de Santiago. Los argumentos fueron muchos: se habló de asfixia de la ciudad, de la falta de higiene para sus habitantes, de que la muralla era anacrónica; que la modernidad había llegado y por ende, la expansión comercial. Finalmente el pueblo convencido, estuvo de acuerdo con los intereses de inversionistas extranjeros y coincidieron en la necesidad de demoler la muralla. Cito de la obra “Puerto de Veracruz” escrita por Bernardo García Díaz: “El ayuntamiento nombró a una comisión integrada por José González Pagés, Francisco Canal y Mariano Fernández a fin de solicitar permiso al presidente Porfirio Díaz y a la secretaría de guerra, para demoler la muralla. La gestión en México fue aprobada. Así el 14 de julio de 1880, aniversario de la Toma de la Bastilla, se inició el derrumbe de la muralla. A las 16 hs de ese día, partió una comitiva del Palacio Municipal con dirección al baluarte de San Javier, acompañada de una banda de música, del cuerpo de bomberos, seguidos por numerosos artesanos armados con instrumentos de zapa y de un grupo de presidiarios debidamente custodiados, además de una ruidosa multitud”. Más adelante, en otra parte del texto, se refiere al discurso del entonces alcalde de la ciudad, Domingo Bureau, pronunciado frente a la muralla: “Veracruzanos: El H. Ayuntamiento de 1880, tiene la gloriosa satisfacción de venir hoy a este lugar para derribar el primer tramo de esta muralla, que por tanto años ha tenido encerrada a la población impidiendo su adelanto y enriquecimiento… El derribo que ahora vamos a efectuar, es el primero de la destrucción de este muro, que hoy ya no tiene razón de ser a causa del crecimiento de la población extramura… Ya es tiempo que ambas porciones de la ciudad formen una sola y que sus calles sean continuación una de otras, ya es tiempo de que acabe la denominación de barrios extramurales, y de que la H. Veracruz, sea una ciudad pacífica y laboriosa, lo cual se obtendrá si poco a poco vamos consiguiendo arrojar por el suelo, inútiles defensas. Veracruzanos: ¡Viva el progreso! ¡Abajo las murallas! ¡Viva el engrandecimiento de Veracruz!” Concluyó su arenga. Así, aquella tarde inició la triste caída de la muralla; tras ella, los baluartes cayeron uno a uno: San José, San Fernando, Santa Bárbara, Santa Gertrudis, San Xa­vier, San Mateo, San Juan y La Concepción. Hoy día, únicamente se conserva el Baluarte de Santiago cuya construcción data en 1635. Este edificio todavía conserva sus tres cuerpos; uno subterráneo para el depósito de pólvora; el central de forma pentagonal, comunicado a tierra por medio de una rampa con puente levadi­zo y el superior o “caballero”, en el que montaban las piezas de artillería, con capacidad hasta para 24 cañones y en donde se encuentra además, el torreón del centinela. Actualmente el baluarte está convertido en un pequeño museo en el que se exhiben armas de los siglos XVI, XVII y XVIII; armaduras pertenecientes a los primeros conquistadores es­pañoles y copias y facsímiles de documentos históricos rela­cionados con la ciudad, entre las que destacan las cédulas re­ales expedidas por Felipe II y Carlos V en las que se concede título de ciudad y escudo de armas respectivamente al puerto de Veracruz, además de las llamadas “joyas del pescador”. Comentaba mi amigo el Dr. Horacio Díaz: “Cuán difícil resulta transitar de lo viejo a lo antiguo: lo viejo, carece de valor, pero lo antiguo, duplica, triplica… o quintuplica su valía”. Eso sucedió con la muralla y sus baluartes; con “nuestros viejos tranvías”, eso ha sucedido con nuestro sistema ferroviario nacional; y eso sucede casi a diario, con las viejas casonas que nacieron en el corazón del Veracruz de ayer. Las comparaciones son malas: en París, la Ciudad Luz, vivir en un departamento que tiene de 150 a 200 años de existencia, es un honor para sus habitantes; para nosotros, sería una vergüenza. Quiero agradecer al Archivo de la Ciudad, el haberme proporcionado datos de gran importancia; gracias al Maestro Romeo Cruz Velázquez, por su valioso y desinteresado apoyo.
Las murallas no las construyen los hombres, las levanta el miedo Autor desconocido

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