Jaime Velázquez
Para un escritor, cualquier inicio es bueno y cada continuación puede ser interminable. La abuela venía de León con su mamá y su marido, al que dejó viudo más de veinte años. Él también murió luego de pasar largas temporadas como gran señor en Ixtapan. Pero mejor podría empezar por el piano de la tía, cuyas notas llenaron su infancia y estuvo en la casa de los abuelos para que los sobrinos aprendiéramos música, o el De Soto, que su marido, Alfonso Lara, originario de Linares, Nuevo León, llevó a Acapulco varias veces al año con Velázquez de todas las edades invitados.
O sacar de su tumba al director de la primaria, adusto y cuya pulcritud ortográfica le impidió leer mi primera obra, que llevaba mal escrita la palabra escena en la primera página: no pasó de allí, muy digno y muy pedante. Pero preferiría compartir este escrito con la maestra de Español de secundaria, Elia Paredes, que vive en Mixcoac, a unas calles de donde vivió el abuelo de Octavio Paz, que dedicaba una hora a la semana a la lectura en silencio y que permitió que yo llevara un libro de Sartre, El muro, que semanas después cambié por Los hijos de Sánchez con mi compañero, más listo que yo, José Luis Barrón.
Ella nos preguntó si nuestros padres permitían que leyéramos esos libros. Ambos contestamos que sí, aunque en mi casa no hubieran podido decir de dónde había sacado yo a Sartre. Años después reencontré a la maestra en un congreso de literatura enla UAM Xochimilco , D. F., quien tuvo la gentileza de entrar al salón donde José Antonio Vásquez y yo leíamos nuestras ponencias sobre el periodismo cultural de la ciudad de Veracruz.
O sacar de su tumba al director de la primaria, adusto y cuya pulcritud ortográfica le impidió leer mi primera obra, que llevaba mal escrita la palabra escena en la primera página: no pasó de allí, muy digno y muy pedante. Pero preferiría compartir este escrito con la maestra de Español de secundaria, Elia Paredes, que vive en Mixcoac, a unas calles de donde vivió el abuelo de Octavio Paz, que dedicaba una hora a la semana a la lectura en silencio y que permitió que yo llevara un libro de Sartre, El muro, que semanas después cambié por Los hijos de Sánchez con mi compañero, más listo que yo, José Luis Barrón.
Ella nos preguntó si nuestros padres permitían que leyéramos esos libros. Ambos contestamos que sí, aunque en mi casa no hubieran podido decir de dónde había sacado yo a Sartre. Años después reencontré a la maestra en un congreso de literatura en
Qué se le va a hacer, uno se pierde y se reencuentra con espectros y personas a la largo de la vida.
Al empezar el bachillerato hice el primer número de una revista que todos los alumnos leerían. El día que estuvo impresa y fui a recogerla empezó la huelga del 68, no tuve clientes y se quedó a un lado mi primer gran proyecto editorial.
Entré en la Universidad Nacional a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales para estudiar Comunicación Colectiva. Sólo estuve un semestre. Me fui a la Facultad de Filosofía y Letras a estudiar Letras Griegas. Nuevo error. Me cambié a Letras Hispánicas. Desde entonces he llevado conmigo dos pasiones, el periodismo y la literatura, nada de griego. Aprendí lo que querían decir mis padres con la cantaleta “Te vas a morir de hambre”. No se me ocurrió contestarles: “Sólo que ustedes me dejen a la deriva”. Y nunca me aconsejaron vete a Estados Unidos, allí la literatura sí paga. Ahora lo sé, sobre todo si te apellidas Nabokov o Puzo, los dólares llegan como sea. Los gringos saben como zurrar dinero.
En una de esas traté de escaparme a Francia sin avisarle a nadie en la familia. Pero fui descubierto por la mayor de mis cinco hermanas y tuve comité de despedida en Transportes del Norte, en avenida Insurgentes. Qué bien, aunque no sé por qué a nadie se le ocurrió detenerme. Pasé por Monterrey, Laredo y un montón de poblaciones en un país desolado, deshabitado, hacia Nueva York. El avión, un vuelo charter, me llevó a Luxemburgo. De allí, en tren, a París. ¿Qué busca un mexicano en Europa, además de imitar a otros mexicanos cuya fascinación por aquella capital era contagiosa?
No tuve suficiente desánimo y volvería a insistir. Regresé, me casé, terminé la licenciatura y me di el premio de regresar a Europa, ahora acompañado por mi esposa. Conocí Liverpool, dejé para después Dublín, me aburrí un mes en Londres, pasé por Amberes y Brujas, estuve un mes en Barcelona, a un costado de la hoy de moda catedral del mar, en el departamento que tenía allí Danubio Torres Fierro. Pasamos el otoño en Saint Germain en Laye. Pero diciembre mata Europa, es más gris que cualquier iglesia y regresamos a México, como regalos para la familia, es decir, con las manos vacías y el corazón contento.
Ni la lectura, ni la sombra de la abuela, ni Maga y Octavio Aranda, que andaba en Cremona aprendiendo laudería, ni los franceses (que le dan elotes a los cochinos y que no conocen los tamales, que no sabían qué idioma hablamos en México), nada lo vuelve a uno escritor. Veamos por el lado de las mujeres.
Mis primeras novias fueron virtuales, en el jardín de niños sobre todo, pues en la primaria no se admitían mujeres. En secundaria los Beatles ayudaban, en discos de 45 rpm cuyo precio los hacía buenos regalos. Los primeros besos. Las roturas de los objetos que debían haberse guardado para siempre, como las fotos, impidieron que la verdadera novia llegara hasta estas páginas. Las vueltas en coche, desde la Hipódromo Condesa a Observatorio, y en el radio la piedra que rueda de Dylan. Y la fiesta de quince años, en casa de Guadalupe Davito, los vecinos envidiosos que nos aventaron piedras y yo que corría quemado por lo picante del caldo de camarón.
En Lindavista, que está cerca de la Villa de Guadalupe, en tardeadas, fue la etapa de agregarle sexo a los besos, y el boliche, el frontenis. ¿Quién va a tener tiempo de escribir? A pesar de ello, publiqué algunos textos en el periódico El Día, en páginas que encarrilaba María Luisa Mendoza y en un suplemento que dirigía Jorge Alberto Lozoya. Tuve la suerte de trabajar algunos meses en ese periódico, empecé como corrector y ascendí a anotador de cables, a redactor.
Juntar para la renta, para la gasolina, para sentir que Esperanza y yo estábamos casados además de ser universitarios, nos llevó a dejar que el tiempo se fuera haciendo pedazos, además, preferíamos quedarnos a comer en casa de mi suegra que ir a clases. Y en la noche, era inevitable jugar baraja con mis cuñados que regresar al departamento. Esas veladas las vivimos con plenitud, aunque nadie sabía que, compuestas de eternidad, se acabarían y que serían irrecuperables. En esos días estaba Héctor Dávalos matando un ratón en la cocina y fingiendo que vomitaba; Lauro Pérez poniéndose la pijama y acomodándose en la parte de atrás del coche de Armando Castellanos para dormir cómodo mientras llegábamos a Acapulco.
De La Condesa a Las Águilas. De Las Águilas a la Condesa , donde vivía Jorge Brash, a unas calles de donde vivía Mercedes Ramírez, ambos fugados de Xalapa. Con Jorge trabajé en la edición de libros en la SEP. Mercedes aceptó casarse conmigo y tuvimos dos hijos. Después del terremoto del 85, cuando pensamos que el D. F. no duraría más, salimos a Cuernavaca y terminamos en Veracruz. Luego repetí la historia y volví a casarme y con Lilia Domínguez tuve otros dos hijos, gemelos.
Pero si se trata de recordar los hitos profesionales, en la cueva del Minotauro voy de una antología de poetas nuevos del D.F., y uno de Guadalajara, publicada por Emmanuel Carballo en “El Gallo Ilustrado”, a una conferencia sobre la literatura en el puerto de Veracruz, invitado por Miguel Rodríguez Azueta, donde hablé del quién es quién de los años recientes. ¿Treinta años caben en unas líneas
Creer que sería fácil que los legisladores federales atendieran mi ponencia sobre la necesaria educación artística en las primarias (en 1996, junto a decenas de ponencias más); creer que sería fácil que los legisladores veracruzanos defendieran la integridad del IVEC en el puerto de Veracruz, cuando se lo estaban llevando poco a poco por comodidad de quienes prefieren despachar en la capital; creer que una antología de poetas veracruzanos publicada porla Editora de Gobierno, que lleva un prólogo mío, se agotaría los días de sus presentaciones en el puerto (noviembre, 2009) y Xalapa (diciembre, 2009), creer, sí, creer todo, eso y más, mientras el tiempo, parientes, franceses, mujeres, políticos pasan, es creer que en el siglo XXII, cuando el Imperio de Estados Unidos haya caído, querrán los mexicanos hacer lo que no hicimos nosotros.
El escritor profesional empieza escribiendo de vez en cuando y así va madurando y luego ya no puede dejar de escribir, incluso, como en mi caso, que mis mejores obras las tengo escritas en mi mente, como novias virtuales, que las voy pensando cuando voy en carretera, o camino al centro de la ciudad, en lugar de dictarlas a una grabadora, de manera que no sé cuántas obras tengo allí, en ese hueco que desconoce el papel, sin estructura, ocurrencias críticas de todo lo que uno ve en la ciudad, personajes quizás enviados por la abuela, que no sé por qué no llegó a Veracruz, trepada en el techo de la camioneta. Debo aclarar que ella no me dicta cuentos, ni me sugiere novelas, ni habla, es una figura de luz, porque así se llamaba, como “Doña Luz”, la mujer del poema de Jaime Sabines que me hace llorar. Mi abuela me mira y parece que dice no me quiero morir. Pero yo tenía tres años cuando murió.
No puede uno prescindir de ninguna parte de su vida, y sabe que no puede cambiar algo feo por algo amable. La conclusión es que, con o sin abuela, he andado por aquí soñando, inventando, buscando la felicidad cuya cara, por cierto, no me imagino en las baratas de las tiendas. Quizás sea mi propia cara mientras escribo: no se me había ocurrido, hasta hoy, poner un espejo frente a mí, para verme mientras escribo.
Lo mejor que he hecho en mi vida fue imitar a Oskar Mazerat, el personaje de Günther Grass. No me tiré de cabeza por ninguna escalera pero un día célebre sí decidí estacionarme en la edad que dejé el D. F., a los treinta y cuatro años, lo que, a pesar de las canas y las arrugas, me ha permitido ganar mucho tiempo y disfrutar de las ofertas de la vida que van quedando alejadas de los que se dejan arrastrar por la edad al cuarto de la televisión o al fondo de la casa, murmurando los destellos del pasado. En este año, 2010, yo sigo viviendo el principio de la década de los ochenta, antes del terremoto, pero sin quienes no saben cambiar, ni siquiera un poco.
Pero si se trata de recordar los hitos profesionales, en la cueva del Minotauro voy de una antología de poetas nuevos del D.F., y uno de Guadalajara, publicada por Emmanuel Carballo en “El Gallo Ilustrado”, a una conferencia sobre la literatura en el puerto de Veracruz, invitado por Miguel Rodríguez Azueta, donde hablé del quién es quién de los años recientes. ¿Treinta años caben en unas líneas
Creer que sería fácil que los legisladores federales atendieran mi ponencia sobre la necesaria educación artística en las primarias (en 1996, junto a decenas de ponencias más); creer que sería fácil que los legisladores veracruzanos defendieran la integridad del IVEC en el puerto de Veracruz, cuando se lo estaban llevando poco a poco por comodidad de quienes prefieren despachar en la capital; creer que una antología de poetas veracruzanos publicada por
El escritor profesional empieza escribiendo de vez en cuando y así va madurando y luego ya no puede dejar de escribir, incluso, como en mi caso, que mis mejores obras las tengo escritas en mi mente, como novias virtuales, que las voy pensando cuando voy en carretera, o camino al centro de la ciudad, en lugar de dictarlas a una grabadora, de manera que no sé cuántas obras tengo allí, en ese hueco que desconoce el papel, sin estructura, ocurrencias críticas de todo lo que uno ve en la ciudad, personajes quizás enviados por la abuela, que no sé por qué no llegó a Veracruz, trepada en el techo de la camioneta. Debo aclarar que ella no me dicta cuentos, ni me sugiere novelas, ni habla, es una figura de luz, porque así se llamaba, como “Doña Luz”, la mujer del poema de Jaime Sabines que me hace llorar. Mi abuela me mira y parece que dice no me quiero morir. Pero yo tenía tres años cuando murió.
No puede uno prescindir de ninguna parte de su vida, y sabe que no puede cambiar algo feo por algo amable. La conclusión es que, con o sin abuela, he andado por aquí soñando, inventando, buscando la felicidad cuya cara, por cierto, no me imagino en las baratas de las tiendas. Quizás sea mi propia cara mientras escribo: no se me había ocurrido, hasta hoy, poner un espejo frente a mí, para verme mientras escribo.
Lo mejor que he hecho en mi vida fue imitar a Oskar Mazerat, el personaje de Günther Grass. No me tiré de cabeza por ninguna escalera pero un día célebre sí decidí estacionarme en la edad que dejé el D. F., a los treinta y cuatro años, lo que, a pesar de las canas y las arrugas, me ha permitido ganar mucho tiempo y disfrutar de las ofertas de la vida que van quedando alejadas de los que se dejan arrastrar por la edad al cuarto de la televisión o al fondo de la casa, murmurando los destellos del pasado. En este año, 2010, yo sigo viviendo el principio de la década de los ochenta, antes del terremoto, pero sin quienes no saben cambiar, ni siquiera un poco.
2 comentarios:
Con ese bagaje, un poco menos aburrido esperaba el texto. Menos vanagloria y más historia, por favor.
Sandra Carlo
Muchas gracias Sandra por tu comentario.
Esperamos muchos mas.
Isaac Wislicki
Director
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